(o de lo que un escapista le
contara a otro escapista
mientras que ambos se escapaban
a través del dudoso relato)

asi nunca se cansaba de mirar el vidrio cuando llovía. Las miraba pegarse, chocarse, desparramarse contra el cristal y caer calladas hasta el marco de la ventana, juntándose hasta formar un pequeño río que daría a la vereda y luego hasta el desagüe. En esos momentos cerraba los ojos y cruzaba sus manos para imaginarse a sí mismo como una de ellas. Se chocaba contra el vidrio y comenzaba su camino en calles que se bifurcaban y se esparcían; se unía tras la huella de otra y se iba de ella, jugando en peligrosos zigzag hasta encontrar el sendero oculto que la llevara al marco y de ahí a la vereda. Pero él no sería una gota ordinaria: rompería el círculo de cielo – ventana – vereda – desagüe – evaporación y caería, quizás, en el dorso de la mano de un niño que pasaba por ahí. Entonces lo ideal sería pasar a su zapatilla izquierda y recorrer las calles como en un subibaja, con cuidado de no caerse porque implicaría la muerte en la vereda. Pero quizás el mocosito disfrute (tanto como él en aquellas épocas) saltar encima de los charcos y desparramarlos, lo que generaría una forzosa lucha por la unidad: se vería encerrado en una masa uniforme donde sus múltiples manos serían agarradas con fuerza por las otras, envidiosas, que habían perdido su estado heterogéneo, su identidad como gota. Y si lograra escapar de la trampa del charco, si lograra saltar tan alto, hasta la cima del rascacielos más inmenso, entonces caería en el caleidoscopio infrarrojo que daría vueltas hasta enfocar, con la rayita roja vertical al iris, a las mañanas perfectas; los vuelos de un avión de papel desde el décimo piso de un edificio viejo; los azulejos rayados de un baño público; los bares infestados de una inercia monótona; los afiches de las campañas políticas para gobernador; los intrascendentes títulos de los diarios argentinos; el arte con clavas de los chicos en los semáforos; las conversaciones al azar de un par de perfectos desconocidos; el caminar tardío y un par de manos nerviosas que dejan incontables sobres rojos en los buzones para cartas de la calle.

Y luego se fue, cruzó las calles mirando los cordones de sus zapatillas, cuidándose de no pisar sombras e ir siempre por baldosas de un mismo color; saltando para ir del rojo al naranja, saltando de nuevo para llegar a la vereda de la casa vecina; clavando el talón y dejándose caer en un paso largo hasta la calle, así hasta su casa, subiendo los escalones de dos en dos, mirando en vano por el ojo de la cerradura antes de dar las dos vueltas de llave, echándose en un sillón verde con los ojos fijos en el techo. Y allá arriba el caleidoscopio giraba doce grados a la izquierda, luego cinco a la derecha, para ver de cerca de las catedrales de ornamentación renacentista; las mayólicas de una plaza antigua; la arquitectura arabesca de ciertos edificios, en ciertas zonas de la ciudad; las viejas barriendo las veredas; la voz en off que relata un radioteatro; las máquinas para caminar de un gimnasio; la dudativa/duda-tabla/duda-inmensa creciendo alrededor de un iris atento a las agujas del reloj. Los parpadeos innecesarios, algo así como nervios indecisos esperando que el espíritu sonría con uno. Y le sudaban las manos. Y agudizaba su oído para escuchar al segundero ir y venir en un tic-tac, tic-tac odioso. Y los aros que hacen música al caminar (chocando unos palitos de tónica, tercera mayor, séptima, dominante) estaban ahora callados. Y las manos sudadas de aquella figura quieta acariciaban los aros, esperando que de ellos surja el acorde universal; que la música explotase como fuentes parisinas. Y sería hermoso oír la voz de Björk saliendo por los parlantes pegados con scotch tape negra. Respirar un aire tranquilo e irse lejos del incesante tic-tac, tic-tac. Y las horas pasaban mientras la carta roja caía solitaria por el buzón y quedaba junto con el tiempo, yéndose en los dedos que acarician una y otra vez tónica, séptima, tercera mayor, dominante, séptima, tónica, tercera mayor, tónica, dominante, séptima... Entonces giró de nuevo, como jamás se cansaría de hacerlo para ver repitiendo en voz alta: a, be, ce, de, e, efe, ge, el bolso del cartero que va por Presidente Perón Oeste al 300, a mano izquierda, para ver un sobre rojo bajar por un buzón y caer sobre la alfombra azul de una chica que camina a pasos salteados, que formula contramarchas y vueltas zigzagueantes yendo de la mesa hasta una silla. No tenía ella esos aros que hacen música, sólo una boina azul y párpados maquillados de verde; y respiraba lento, pausado, casi sin ganas. Suponía que el tiempo se escapaba por la ventana, mientras ella tejía y destejía muñecos o se sentaba a recortar revistas y pegarlas en el placard. O escribir largas frases armando un dibujo en las paredes blancas de su pieza; las palabras escapaban a toda pretensión de renglón y simplemente dibujaban un espiral en el que Dueña de mi cara de mañana/olvídate de la ficción, las preguntas y de las dudas que conllevan/haz de todo un imperceptible zumbido/¿Qué nos queda a quienes conservamos el cuerpo?/Escondernos en cigarrillos que acortan distancias/en caminatas que se despegan del cielo/y en pensadores, tan orgullosos del vacío que no vivieron.

Tenía los ojos un poco secos de tanto mirar cansado las cosas que tan poco se cansaba de ver. Entonces enfocaba (jugando a que los ojos sean una cámara de 35mm, entrecerrándolos para que sea más real) su mirada a las plantas que crecían en el balcón del desarreglado departamento, y todo era un trampolín hacia otras dimensiones. Con los borradores de las cartas sobre el escritorio, decidió concentrarse en las hojas, así comenzaba el divague. Digress, los ingleses tenían palabras tan bonitas para estos casos. Daría vueltas el caleidoscopio para Multiplicar infinitas veces la imagen con el objeto de enfocar un par de ojos color café que se perdían en el techo. Dos figuras abrazadas en un sofá sosteniendo un sobre rojo. Había en ellos una suerte de regocijo interno, como una especie de perfume que queda en el breve espacio entre la garganta y los labios. Creyeron estar solos, abrigados por el mutuo anonimato de big city que tiene tanto París como Londres o Copenhague, y hasta Buenos Aires, donde se cree efectivamente estaban. Y encerrados en una escalera de continuas coincidencias que iban desde la lluvia, la imposibilidad de ella conseguir un taxi -or a cab, but they were in Liverpool in that part of the conversation; and they had that lovely way to say taxi, so exotic, ¡taxi!-, y sus disfraces de falsos turistas ingleses en Madrid. Él pasaba en su convertible y la vio a ella tan solita y mojada bajo esa lluvia Londinense que se detuvo y le dijo: ¡Disculpe! ¿Quiere que la lleve unas cuadras? Y desentendiéndose del previo café que habían compartido como falsos estudiantes italianos residentes en Marsella (de medicina y antropología respectivamente), ella se limitó a sonreír y aceptó subirse, con la condición de que él aceptara un café para pasar un poco el frío que azotaba Edimburgo en esa época del año. Entonces se escondieron del frío dentro del Fiat y pasearon por las calles más bien angostas de Lima. Y entonces ella decidiría subir y él subiría las escaleras detrás, siempre detrás y un poco avergonzado en el fondo. Pero, qué más daba entonces si ya estaba sentado en un incómodo sofá mirando las sombras de las nubes pasar por el techo que para esos momentos era de un cristal líquido, goteaba y se mezclaba con algo de sudor, con una sola gota que caía desde una clavícula hasta su pecho. Y el respirar se hacía espeso. Y dormirían hasta el mediodía, tomarían café y él se alejaría justo a tiempo, como tantas otras veces; sería todo como esas cosas que pasan por arriba o por debajo de las pestañas, que se arrastran y se deslizan al tiempo que suben hasta lo más alto, sin que uno lo note. Quizás agarró la campera justo cuando dejaron la carta roja por el buzón, y al bajar la encontró, la tomó y del impulso de subir surgieron la duda y el arrepentimiento, como siempre. Se acomodaron en el gastado sofá a leer las líneas, juntos, con los ojos concentrados...

Era aconsejable en su caso, digresión crónica, pensar las cosas como si fueran colores, abstraerse de las palabras. Si podía decir dolor en amarillo o angustia/tristeza en azul –sad, sad sad blues- estaba a pocos pasos de alcanzar el estado de tranquilidad que andaba buscando. Por supuesto que no podía llegar al nivel razonar su abstracción: para él, el digress era un constante pasatiempo que se había transformado en una mental illness que no estaba del todo seguro de querer eliminar. Suponía que venía con la ficción de adultez que gobernaba su vida; el ejercicio de ver las cosas con óptica niñense o con efecto niñocidad (y le encantaban esos términos, "niñocidad"). Y todo era mejor que pensar en los escritos de su escritorio, por ejemplo por ejemplo pensar en el tiempo. Se había acostumbrado tanto a no mirar los relojes, a pensar el tiempo en forma de hambre –reloj biológico exactísimo-, de día o de noche, tanto como sueño, vigilia, frío y cólera. Por supuesto que esa percepción del tiempo se degradaba o degeneraba con factores como el aburrimiento, la soledad, la ambivalencia, la angustia, la tristeza, el dolor, etcétera. Hacían sus veces de contraluz la felicidad, la risa, la alegría o los llamados cosquilleos de mariposa en a panza. Le resultaba particularmente complicado el hecho de que los primeros factores sean mayores en cantidad a los segundos, pensamiento que era ocioso y malo para el digress por lo que procuró olvidarlo y concentrarse en enfocar su caleidoscopio.

Miró sus manos entonces. Ya había parado de llover. Ya no podía ser una gota y su departamento se tornaba odiosamente real, como la realidad solía serlo. Pedazo maleducada pensaba y le dolía la cabeza, aunque no estaba seguro tampoco si era dolor. Habrían pasado horas ya, pero sabía que si el sol se escondía era porque él pensaba que debía hacerlo a esa hora. Entonces decidió observar, girándolo hacia la derecha mientras dibujaba las agujas del reloj: primero las diez, luego y cinco. Luego intentó hacer zig-zag por diez segundos. O quizás apuntarlo fijo al sol, luego bajar dibujando un espiral de seis vueltas, pero sólo lograba cerrar los ojos con fuerza. Sabía que ya no podría hacer más nada, y que sus intentos de dormir serían en vano. Las hojas de la planta de la ventana estaban tan verdes como él las había dejado. Se preguntó si las hojas de su escritorio dirían lo mismo ahora que, pero era inútil. Tan inútil como pensar en pájaros, recrear simulacros de vuelo de un canario, inundarse de sol o tal vez ver los cielos nublados, turbios, indecisos de golondrinas negras; las sombras de un paredón en el pasto; el banco gris, húmedo bajo el nogal de hojas marrones, otoñales. O las terrazas desoladas esperando el invierno; los resultados de la biopsia sobre la mesa del escritorio de un viejo departamento; el viento jugando con las hojas frágiles, llevándolas al este, al sur, al noreste para luego dejarlas caer en su tumba de cemento; la hojarasca de una historia que se disfrazase de cuento, luego de disculpa para ver al tiempo doblándose en páginas hasta cerrarse en algún punto y aparte gramaticalmente perfecto, asesino






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