u locura me agota, me saca de mí. Ya no aguanto, es algo que me desvela hasta perderme de vista. Me duele la cabeza, empiezo a marearme. Esa maldita locura insondable. Mar oscuro, profundo y turbulento. Navego buscando descifrar qué tesoros abriga en el fondo, de qué se protege en esas furiosas olas, a quién espera cantando melancólica, cuando la noche cae sobre ella y adquiere un brillo y una belleza sobrenatural que se transmite hasta su voz. El desvelo azul de saber que no te sé me gana y empieza a vaciarme. Pienso y deliro y caigo en vos a la espera de dar con algo y estallar. Pero nada pasa, pasa la nada y se hace exasperante. No nos tocamos más allá de las manos, no nos vemos más allá de los ojos, no somos Uno sin ataduras ni límites. No estallamos.

Caigo, pero ya no sos vos. No me acuerdo de ningún Uno, sólo escucho voces de dos que se aman sin saberme. Les grito, aunque no veo dónde están ni sé si podrán oírme. La oscuridad ya no me envuelve, ahora me ahoga. Quien quiera que sea, no me deja respirar; sólo puedo gritar. Ellos bajan la voz con un falso respeto, como cuando se está en un funeral de alguien por compromiso. Quizá sea el mío y hace rato que me enterraron. Todavía no me doy cuenta. No hay madera que rasguñar. Sin embargo grito hasta las lágrimas, hasta el cielo, hasta nacer. Luego la luz se traga toda la nada y me encuentro. Soy yo, acá, no sé bien dónde.

Sigo sin ser vos, no me acuerdo de ningún mar y la única voz que resuena es el eco de mis gritos que se van apagando de a poquito. Me río al conjeturar que la angustia propia es mucho menos chocante en tercera persona. Casi como si fuera de alguien más, tal vez de vos. No importa, ahora soy yo. Empiezo a nadar con mucha cautela; me pongo particularmente irritable al recorrerme. Juego un rato con mis secretos y por suerte a ellos no les importa. Rápidamente arman equipos: los míos vs. los tuyos vs. los nuestros vs. solteros vs. casados. El frenesí que se desata es dulcísimo, revolotean en varias direcciones hasta que por fin entiendo de qué se trata. Se quieren escapar, los atrapo. Se vuelven a escapar, esta vez los más viejos. Siempre los más viejos y gordos. Tienen sus mañas, pero los atrapo de todos modos. No logran ir muy lejos de mí sin que yo me entere.

En eso me atraviesa una saeta envenenada, un deseo. Descontrolado, arremete otra vez. No sé bien esquivarlo, no se trata de su rapidez ni de la mía. Siempre terminan por dar conmigo, sin importar dónde. No importa si son deseos febriles, perversos, pueriles o verdes. Sospecho una atracción mutua. Hay algo de masoquista en el asunto. No tiene sentido negarlo, no va a cambiar nada.

El deseo hace de las suyas, me infla con aire de inmortalidad y se marcha satisfecho, como debe de ser siempre. Camino y me topo con todos, desde el homo habilis hasta el homosexual. Me siento y veo todo, el Big Bang y Dios que se confunden. Ambos proceden aceleradísimos en su tarea de crear, ensañados con la nada, el vacío o como quiera que se llame esa cosa. Por allá Jesús, su pasión y su cruz (magníficamente perverso el idioma en semejante rima). Más alejados, unos señores debaten a la sombra de sus solemnes semblantes, analizan todo y no hacen nada. Por el otro lado, un ejército de científicos avanza bajo las órdenes de El Progreso.

Si algo de esto tiene sentido, ya no me acuerdo. Ancestros, amigos, amantes, descendientes, todos pasan y no atino a decirles nada. El amor se va tantas veces como todos ellos y cada vez es un aguijonazo socarrón. Un patio de primavera de algún pueblo me recibe sin importar demasiado quien soy. Me escondo entre árboles petisos y busco alguna salida hacia alguien familiar, un rastro de lo que soy. Me topo con una enredadera negra y viscosa, como hecha de cucarachas. Me armo de coraje, primero rompo en mil pedazos la fobia a los insectos y luego le toca el turno a la planta. Pero no sirve de nada. Es el mismo mundo insensato.

Qué lejos que está el patio, tanto como lo indica perder la noción de distancia. Los soldados van y no puedo hacer nada para disuadirlos (vaya don el de la inmortalidad). Fagocitan el mundo, lo exprimen y reciclan y desechan y comprimen, se suben a sus naves y se van en busca de la siguiente víctima. Ahí queda un bolo estéril, sin esófago cósmico hacia dónde ir. Ya ni sé dónde estoy. Probablemente morí y ahora sólo contemplo esa cosa inerte y descolorida n medio de la nada, tan parecida a ella que ni siquiera intento parpadear. Ya no hay vida, pero tampoco hay muerte. Ya no hay amor. Ya no hay tiempo ¿Dónde está el tiempo? Evidentemente estoy por despertarme. Está bien, tarde o temprano el sosiego llega. Andá a saber la hora que es






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