Página  1 | 2 | 3 

usto cuando usted cree que no vale nada, que si hay alguien que tenga la manija de esta bola verdeazulada no es precisamente usted, que las señales de giro, semáforos, veredas, bocinas y sendas peatonales lo han reducido a una nada sin voluntad, consciencia o amor propio, ahí es cuando usted despierta a esa sensación molesta de que se está perdiendo algo. Es cuestión de minutos, de un tiempo más o menos corto, para que todo se arme mejor y gastando mucho menos que un productor cinematográfico; ojo, si no gasta tampoco pretenda ganar guita con esto, para eso está la profesión arriba mencionada. Eso sí, esto es realidad pura, así que no se extrañe de que el grueso de la población no esté atenta a lo que está por suceder. En el estado en el que usted se encuentra habitualmente jamás lo hubiera visto venir, pero hoy tiene la suerte de saber que ayer le hubiera sido imposible apartar los ojos de semejante espectáculo.

La conmoción en el hormiguero no tiene que ver con la irreverente mano de un niño empuñando una de esas colosales ramitas, archiconocidas enemigas del patrimonio arquitectónico y la planificación urbana. Primero una señal inconfundible en el aire, un perfume de lo inevitable. Luego el viento acaricia las antenas dormidas, la piel entumecida bajo las ropas comunica ansiedad, tacto viejo que vuelve en un escalofrío. Mientras tanto el sol comprende y emprende la huida; su conjura contra la colonia se interrumpe luego de varias horas de luz agria y laburo espeso. El cielo se deshace de su celeste grisáceo (poesía barata no apta para seseosos), pierde la infinitud de las primeras horas, todos lo perciben: un macizo de nubes oscuras que inspira terror y se extiende. El barrio de arriba se hace realmente pesado ante los ojos de los de abajo y ni hablar de los que están más allá de uno y otro lado. Los colores se mueven lentamente hasta que ya es una mezcla de matices demasiado difícil de describir, y acaso también inútil. En esa lentitud, esa calma del desenlace obvio, se desata el desasosiego, la prisa, sálvese quien pueda, corran a cubierto, primero usted, después su mujer y sus niños y después qué importa; se sabe que el tiempo nunca alcanza cuando el final se sabe de antemano. Pero bueno, todos se esmeran en llegar tan lejos y tan rápido como sea posible, es una cierta rebeldía descerebrada, un protesto del libre albedrío. Quizás es algo mucho menos profundo de lo que usted suponía y gracias a su irrefrenable audacia interpretativa ha terminado por darse la cabeza contra el fondo de la pileta. Ahora levántese y siga que aún no ha visto nada.

Ya entregado a la observación minuciosa de la debacle, no descuide la bolsa de hielo que ha aplicado sobre su sesera, marote o como más le guste. Notará con el más puro asombro que todo ha comenzado sin que usted se diera cuenta, en una burla lisa y llana a su gesto de dedicar el 110% de su atención (monto que, de haberlo destinado a lo que corresponde, podríamos seguir llamándole útil). Pero sea sincero: para usted ya es toda una costumbre desviar su atención de donde corresponde... y si todavía reniega de ello pregúntese qué carajo hace leyendo esto.

Las primeras gotas pasaron inadvertidas en medio del apuro de todo el mundo, como era de esperarse. De esa etapa a la calamitosa, a la del río que corre de arriba para abajo, la mañana avanzó sin escalas, en otro momento indetectable, subrepticiamente (pronúncielo un par de veces, vea qué tremendo adverbio).

Página  1 | 2 | 3 








     0 comentarios