e oye un rumor complejo, mezcla de muchas cosas, entre las que se identifican con facilidad el ir y venir de la gente y de los instrumentos. Están ahí nomás, sin embargo los sonidos empiezan a llegar de un lugar infinitamente más lejano, como si estuviera en el piso más alto del edificio más alto de la ciudad más grande; ecos de algo que sucede muy abajo en alguna calle anónima. Juan sabe que no es así. No importa. Ya se olvidó. La fantasía se mantiene en pie gracias a la ausencia absoluta de luz. Es genial y sólo (porque) él está allí para disfrutarlo. No se anima a calificarlo como perfecto, sabe que es lo último que se piensa antes de que algo ocurra y estropee el momento sin poder degustarlo por completo. No es de esos placeres con los que uno se topa una noche cualquiera. Lo consume despacio, con la serenidad de quien no vive con un reloj en la muñeca y un calendario en la pared. Inmediatamente reacciona y prende intuitivamente un cigarrillo, algo para saborear y ampliar así el espectro sensorial del deleite. La brasa sobrevive a la llama del encendedor, se entromete en esa nada, la vuelve tangible y le da sentido, es centro y el resto la periferia de todo lo que puede ser. Con cada pitada la luz palpita y luego vuelve a agonizar. Un astro justo allí, qué maravilla. Al carajo con las precauciones, es perfecto.

No había alcanzado a terminar de hilar ni la t ni la o en su mente, cuando algo detonó la noche que lo ocultaba. Una luz espesa irrumpió en el infinito y lo devolvió al aquí y al ahora. Como una zancadilla cuando se está corriendo a plena velocidad en busca de una pelota, un colectivo o la prenda amada, pensó mientras fabricaba una precaria visera con el puñado de dedos del que pendía el cigarrillo. Todo aquello se desmoronaba a una velocidad increíble en su mente. No haría tiempo de representarlo de una manera comprensible para que esa silueta que se recortaba contra la puerta lo entendiera. Juan no se desanimó, hizo el intento y velozmente apeló a toda su capacidad de síntesis:

- La concha de tu madre, pendejo.

- Dale, boludo. Ya tenemos que arrancar.

Mariano había entendido a la perfección y desapareció tan pronto como terminó de avisarle. Juan se levantó de un salto y quedó tambaleándose en el lugar donde había caído, recuperándose del mareo que le produjo el ya mencionado procedimiento y tal vez alguna que otra (des) medida de whisky por la tardecita. De a poco empezó a devolverle a cada cosa su nombre. La lujosa cama en donde había estado tirado hace unos instantes se redujo a unas cajas rellenas de cables y artefactos de luz usados vaya uno a saber en qué era. Las paredes pintadas con suaves colores, la persiana americana delante del ventanal que ofrecía una imponente vista de la gran siete (de la gran ciudad), todo revuelto y deshecho dejando estrechos muros mohosos y pintarrajeados con aerosol. El penthouse alfombrado de rojo, en el piso más alto del edificio más alto de la ciudad más grande, un cuartucho en la parte de atrás de un teatro de mala muerte.

Salió con rapidez para intentar recuperarse del trance. La mugrienta pieza de dos por tres y los tesoros que su penumbra guardaba seguirían allí hasta que el mundo dejara de ser mundo, hasta que demolieran el teatro o hasta que la banda volviera a tocar allí. Hablando de Roma, Juan se asomó y dio con el burro, listo para echar a andar. Mariano no estaba aunque sí estaba, el lugar vacío en el escenario así lo indicaba. Siempre era la misma escena previa. Andrés y Charly reían con aire socarrón y repasaban con la mirada al público expectante. A veces tomaban lista. Otras veces buscaban cómplices. Siempre esperaban mujeres. Eran planes y chistes casi palpables a pesar de la distancia, parapetados detrás de la batería que oscilaba entre trinchera y confesionario. En esos momentos Juan solía apurar el final de los cigarrillos o los tragos que tuviera a mano. Ahora el desasosiego de haber sido arrancado del cuartucho lo había dejado sin puchos ni bebidas que lo saciaran.

Mariano se materializó (nunca nadie logra verlo venir) y le palmeó la espalda mientras se deslizaba hacia el escenario con su guitarra. Juan le devolvió el golpe como una cortesía, aunque en realidad había sido una reacción de igual magnitud, dirección y sin sentido alguno. Ya faltaba poco, nada; aunque no en esos términos ridículos de "empieza a las veintipico" o "veintitanto horas ¡PUNTUAL!". La gente estaba, ya fueran diez o mil, los chicos también, él siempre estaba llegando, pero no era imprescindible.

Andrés y Charly se acomodaron en sus puestos de batalla y pasaron del diálogo a un intercambio de señas y miradas cómplices, con eje y vértice en los espectadores. Mariano miraba el afinador con el mismo interés con que se mira un potus cuando no se es botánico o las carreras de caballos cuando no hay forma de cambiar de canal. Levantó la vista y encontró a Juan pensando en esto, entonces le disparó una mueca que los cronistas y luego los que leen sus crónicas hubieran confundido con una sonrisa. De Mi a Mi en seis imperceptibles toques a las clavijas, como si se tratara de poner remaches. La lucidez y la sabiduría de Mariano era inmensa, sólo manifiesta en todo su esplendor cuando se entregaba a ese frenético romance entre las cuerdas y sus dedos. El pendejo era un genio que no sabía explicarse con palabras, escondido tras un rostro bonachón pero inescrutable, seguro en su mundo que sólo podía aprenderse a través del oído. Un ínfimo dedo en el gran culo de ese mundo ávido de evidencias, de lo explícito, de lo obvio, de lo visible. Entre el sarcasmo y la envidia que sentía, a Juan se le escapó una risa seca, una tos atemporal como de mediados de octubre.

Al fin y al cabo él era sólo un médium, el títere que les explicaba a los niños hasta donde él y, luego, los niños podían entender; el encargado de pervertir las melodías con palabras y enfervorizar con estribillos cuando los había. Sí, se sentía muy bien allí, contando lo poco que entendía y balbuceando entre las dulcísimas incógnitas que la música encerraba. Jamás sería la maravillosa oscuridad llena de posibilidades que era Mariano. Tampoco podría alcanzar un contrapunto rítmico tan intenso como el que lograban Andrés y Charly cuando no estaban jodiendo. Él era la brasa que agonizaba allí, delante de diez o mil, entre un cuartucho de un teatro de mala muerte y un estelar departamento en el piso más alto del edificio más alto de la ciudad más grande. Lo atravesó este pensamiento cuando se encontró conmovido y trémulo en medio del escenario, gritando hacia un final ruidoso en el que el bajo de Charly removía todo ser viviente en un radio de cien metros. Iban por el cuarto tema de la lista







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