¡Sólo... para... lo... cos!

ara qué leerlo, ¿no? Si seguramente vos sos un tipo con los pies en el suelo. Y la chica de la esquina es una mina superada... ¡Aaaah, pero si va al gimnasio y todo! Tampoco necesitarás leerlo vos, re-loco, si ya sabés hacer malabares con fuego... ¡Más bien! Desde acá te veo la parafina. ¡Nos vemos en La Pedrera, gente! ¡Uuuuuuuuh!

Quise decir, de alguna manera, que la locura es una de las pocas generalidades que me atrevo a admitir. No necesariamente es la misma para todos, pero nadie se escapa. Siguiendo un poquito el razonamiento, caigo en que la locura no existe. Ser cuerdo implica estar loco. El espejo está afónico de gritarnos. ¿Entonces no tenemos definición para "ser cuerdo"? ¿Será inocencia? ¿Será aceptarlo? Mmmmmm... No creo.

¿O será que no sabemos definir lo que no conocemos?

Quedan "cuerdos" por ahí. Momentáneos (física = variable independiente = tiempo = fuck). Mi hijo, por ejemplo. Mi hijo tiene un año, y todavía está cuerdo. Pero se va a enloquecer. Y yo seré uno de los principales culpables. Seguramente, un día, después de haber llamado a la puerta con antelación, me acerque y le diga: "Te recomiendo este libro."


Una década atrás, queriendo que los demás creyeran que estaba loco.

Yo estaba en realidad loco, pero creyendo estar cuerdo.

Una década atrás, me encontraba preparando un par de soberbias tazas de café junto al señor æclipse µattaru (buen chico en el fondo de la vecina, pero pésimo editor). Por aquéllos años, él era ya un alienígena. Yo, un terrícola con ganas de que me crecieran antenas. Nuestra dieta se mantenía a base de cuantiosas tazas de café y galletitas, particularmente compradas en mercaditos de 24 horas, que casi siempre quedaban en el orto del mundo.

Ese día nos tenía en pugna el gran misterio de cómo es posible que alguien tome café des-café-inado. Estábamos al borde del desquicie total, cuando no sé por qué empezamos a hablar de libros.

"Te recomiendo El Lobo Estepario", dijo él, "a vos te va a gustar".

Y me gustó. Creo que es un imperdible. No puedo asegurar que me haya cambiado la vida. Pero sí me hizo mirar las cosas de otra manera.

Hace unos dos años volví a leerlo, ya a 14.000 kilómetros de mi juventud (literalmente hablando). Esta vez el lobo era más estepario y ¡oh, vaya! más melancólico.

Al terminarlo, sentí una molestia en la pierna. Metí la mano en el bolsillo y saqué una figura. Esta cayó al piso, rodó hasta la chimenea, y comenzó a crecer hasta tomar una forma bien definida. Era æclipse µattaru. Yo, desde el sillón, atiné a decirle "Gracias", pero él fue más rápido en matar el silencio. Sin sacar la mirada del fuego, dijo:

"¿Qué tal si preparás un café?"








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