miércoles, 1 de octubre de 2008

comosellamalaobra

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Escena 47

odo le era tan familiar, tan reconocible, tan vivido (no, vívido no); alguien prendió la máquina del tiempo mientras dormía, Hilario lo pensaba. Pero no, todavía era presente, todavía octubre, todavía tirado en el sillón, todavía no moría la tarde aunque el perfume de una noche cálida ya llegaba en el viento que recorría la pieza, todavía el dedo mayor de su mano rozaba la alfombra sin dejar ninguna impresión entrañable dentro suyo. Aunque nunca es igual, las formas se hacen más obvias con cada segundo que pasa sin querer admitirse despierto. No le gusta reconocer ni lo uno ni lo otro. Su tiempo frena, vuela, hace el moonwalk, la macarena, cuerpo a tierra... pero nunca corre. Lo atormenta con desacoples, olvidos, tardanzas, robos; todo eso que el Inimputable hace tan bien y él (tan mal) le deja hacer. Se levanta y encuentra el pecho oprimido, el dolor en la frente, la transpiración en toda la espalda, la consciencia disparada y suicidada antes de que ocurra nada en la habitación.

Un ocaso impresionante, uno que había visto demasiadas veces ya; uno insoportable. Los ecos del sol desparramados en el poco cielo que asoma por entre los edificios, la mesa arrebatada de borradores, cuadernos y revistas, el runrún del ventilador de techo que andá a saber para qué lo había prendido, la taza que el viento o el gato habrían tirado al piso (para el caso es lo mismo, cualquiera de los dos se sentiría igual de culpable), la música que no quería escuchar nunca más, escondida adentro de una mochila, abajo de una frazada, afuera, en el balcón. Delira en silencio mientras dibuja un par de hondos hojos hoscuros en la pared blanca, uno a cada lado del reloj; el monstruo que nace de los tres lo hace recostarse otra vez, buscando el calor que el sillón le guardó pacientemente en los primeros minutos de falsa vigilia. Enciende el piloto automático en su cabeza, pronto le avisa que todavía puede pasar por la oficina y hablar con Cristina. Lo dijo en voz alta y quedó convencido de que era bueno y necesario; la rima siempre por sobre el dinero, el prestigio y la fe.

Escena extraviada

El niño está parado solo en la playa, con los pies apenas hundidos en la arena, el mar de tanto en tanto se acuerda de mojárselos. Los adultos lo miran jugar desde la sombra, encantados, pero él no juega ni se mueve, sólo mira sus pies, sus dedos azules de frío y el globo rojo que retiene con su mano izquierda, ayudado por un piolín. Eso hace, pero no entiende el globo ni el frío en sus pies ni menos que menos las risas y las chanzas de los adultos amontonados allá, bajo las sombrillas. Termina de perderse cuando se ve a sí mismo entre ellos, riendo y contando más chistes, todos hablando sin abrir la boca ¿Todos ventrílocuos o qué? Hilario hierve de los nervios, quiere prender un pucho, prenderlos fuego a todos, pero para cualquiera de las dos tiene que soltar el globo. Entonces empieza a jugar con el piolín, tira de él y luego afloja para que vuelva a subir, pero hasta ahí; mira de reojo a los grandes, la mano que le queda libre busca el encendedor en el bolsillo del pecho de su jardinero. Lo encuentra. Mientras busca el paquete de cigarrillos, Griselda sale de entre los grandes, la había visto antes, charlando animadamente con él mismo, allá, bajo las sombrillas. Se pone en cuclillas a su lado, lo mira (¿con ternura?), le ofrece un paquete y también ocuparse del globo mientras él prende el cigarrillo; acepta en una media sonrisa. Ya con las manitas libres, los pulmones de niño se le llenan más rápido de lo que preveía, tose fuerte mientras intenta guardar el encendedor. Le pide el globo a ella, que tira de la piola sin darle pelota, él le lanza un manotazo y ella lo aparta sin esfuerzo. Se arroja por segunda vez, exasperado. Griselda zafa, también le afana el pucho y él, lógico, pucherea. Ahí, sin dejar de mirarlo, le muestra todos los dientes en una mueca horrible, una risa de mala (mala risa). Con la piola lleva el globo hasta ponerlo arriba de su cabeza, el cigarrillo lo quema y al estallar también revientan las carcajadas de los adultos allá, bajo las sombrillas. Griselda se reúne con el grupete a festejar, corriendo y riendo como niña en ese cuerpo de mujer, mientras él se mira otra vez, allá, cerca del mar, sentado en canastita. Quiere ir a consolarse pero no logra abrirse paso entre los jocosos adultos. Quiere gritar para que lo dejen pasar pero, lo había olvidado, no puede abrir la boca. Y todavía tiene ganas de fumar. Entonces la arena en la que dibuja con sus dedos comienza a parecerse a la alfombra.

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