miércoles, 1 de octubre de 2008

recuerdotonto

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ntes de empezar debo aclarar que mi relato será tan preciso y verosímil como mi memoria me lo permita, o al menos intentará serlo. Es que los hechos tienden a deformarse al atravesar los estrechos pasillos de nuestros sentidos, sabido es que nadie está exento de este problema. Lo que finalmente se almacena en la cabeza es un bosquejo más o menos rudimentario de lo que en realidad aconteció. Por suerte tengo muy buena memoria, o al menos eso dicen los que me conocen desde hace algún tiempo. Siempre surge allí a la hora de resaltar mis virtudes, aunque suele quedar un poco relegada cuando empiezan a alabar mi elocuencia, mi simpatía y amabilidad a la hora de las reuniones, mi seriedad durante los debates sobre temas de actualidad, las agudas observaciones que suelo realizar en dichas ocasiones, mis divertidísimos aforismos acerca de la vida cotidiana y finalmente mi inexplicable humildad a la hora de defenderme de todos estos cargos. No es que haya querido presumir haciendo gala de mis atributos, siempre me han dicho que no debo avergonzarme de aquello que otros admiran en mí. Tarde o temprano hay que convencerse de las cualidades que a uno le señalan, o al menos es lo que todos me recomiendan.

Trataré de dar tantas precisiones como me sea posible. Era una tarde preciosa, de esas que lo ponen a uno en la calle sin siquiera proponérselo. No recuerdo bien la época del año, aunque sí recuerdo el aire fresco, apenas perfumado; quizá había sido siempre así y en ese momento se destacaba ante la marcada falta de viento. De las nubes no había ni noticias, el cielo era de un celeste profundísimo que por momentos hipnotizaba. Se me ocurrió que el mejor lugar donde pasar las horas aquel día era el parque. Agarré un pullover livianito en caso de que refrescara camino a casa y lo metí en mi mochila marrón junto con un libro que era interesantísimo, o al menos eso me habían dicho. Descarté la idea de tomar mate ya que no tenía con quien cebarme... cebarme unos mates, claro está. Preparé una botella con jugo de naranja, tomé un paquete de galletitas y en menos de lo que pensé estaba en la parada de la esquina esperando el colectivo. Pues sí, lo espontáneo no quita lo previsor cuando de mí se trata.

Afortunadamente el coche venía vacío, recuerdo que esto no era habitual durante aquella época del año que no puedo precisar. Tras realizar la transacción pertinente con el chofer noté sólo dos señoras sentadas juntas en los primeros asientos. Ambas me miraron con indiferencia, daban toda la sensación de ser grandes amigas a pesar de que en ese momento no interrumpí charla alguna que pudiera confirmar mi hipótesis. Me basé, principalmente, en el hecho de que estaban compartiendo el asiento en un colectivo vacío. No es que yo sea antisocial ni nada por el estilo, simplemente me pareció lógico que, si no se conocían, alguna se cambiara de asiento para poder viajar con comodidad. Ojo, tampoco es que yo me queje del transporte público ni mucho menos. Simplemente necesito poder estar a mis anchas mientras miro por la ventanilla. Así fue que elegí el asiento individual más cercano a la puerta trasera y allí me deposité atendiendo de tanto en tanto al extraño dúo que callaba allá adelante.

Habitualmente el colectivo se tardaba veinte minutos en llegar hasta el parque en esa época del año y a esa hora del día. Como se trataba de una tarde poco habitual, imaginé (con buen tino) que el trayecto demoraría menos esa vez.

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