miércoles, 24 de septiembre de 2008

manualparacaminantes

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scapé del trabajo alegando jaqueca. Era un sábado caluroso y veraniego sobre el fin del invierno. El sol se estaba retirando. Lo triste del asunto es que, caminando hacia la parada, me empezó a doler la cabeza.

Esperé en Millán el 149 o el 157. Se puede comprar lana y tejer un saco esperándolos. Después llega el invierno y uno se sube al ómnibus y llega a destino con meses de atraso, pero abrigado.

Me di por vencido diez minutos después y fui por Vilardebó hasta Agraciada.

El semáforo en rojo detenía un ómnibus. Era el 17 y me servía, pero venía abarrotado. Lo más inteligente era dejarlo seguir y esperar al siguiente. Entonces lo paré y subí.

Viajé de pie todo el trayecto, aproximándome lentamente hacia la puerta trasera.

Cuando el ómnibus llegó a 18 de julio, me encontraba al lado de una mujer; era fea, pero no más que el guarda. Estornudó un par de veces. Mi diagnóstico: Alergia estacional. Usaba un pantalón marrón, una musculosa blanca y una gorra caqui con visera. Ojos claros, pelo corto, veinticuatro o veinticinco años. Compartía el asiento con un hombre sin mentón, carencia que le daba un aspecto de batracio con peluca. Sólo tenía una papada que iba desde el labio inferior hasta el cuello. Eran desconocidos entre sí.

La atmósfera dentro del vehículo era insoportable. Las moscas no se atrevían a entrar. Los mosquitos preferían perseguir a los motociclistas. Estaba considerando la idea de abandonar el colectivo antes de la parada más cercana a mi casa, cuando ella se apeó en Gonzalo Ramírez y Salterain, en el comienzo del Parque Rodó. Después bajaron tres pasajeros más. Cuando el ómnibus ya se ponía en marcha hacia la próxima parada, decidí bajar. Las puertas me acariciaron el cerebelo.

Prendí un cigarrillo como premio por evitar el desmayo sobre el 17 y crucé hacia la otra vereda. Emprendí mi camino hacia una estación de servicio en 21 de Septiembre y Carlos Berg, para comprar analgésicos. La mujer de la gorra, que me llevaba unos veinte metros de ventaja, también cruzó. Fue en ese momento que me vio y apuró el paso. Supuso que estaba persiguiéndola. Caminaba como un cura asediado por anarquistas. De pronto me sentí triste. Pensaba en gente caminando sugestionada por la calle, con la cabeza hundida en los hombros, mirando de reojo, cerrando el puño dentro del bolsillo, todos apurados por llegar a casa para prender la tv y pedir pizza y dar poca propina y sentirse tan seguros como una lápida olvidada.

A mitad de cuadra se encontró con un amigo, alto, flaco y descontracturado. Tenía rulos oscuros formando un afro, aunque no era negro. Siguieron caminando unos metros hasta que se refugiaron en la entrada de un edificio llamado "Mariverde", tan feo como el nombre. Cuando pasé por delante, la mujer, con el coraje que le daba estar acompañada, me encaró:

"¿Por qué me perseguís?"

"¿Qué?", contesté sorprendido.

"QUE POR QUÉ ME PERSEGUÍS."

Me detuve a pensar.

"La paranoia es uno de los efectos secundarios del consumo de marihuana", dije.

"¡Yo no fumo porro, IDIOTA!"

"¡Menos mal! Si no, estarías en una habitación con las paredes acolchonadas."

Se quedó mirando sin contestar, así que retomé la marcha, disfrutando de mi astucia.

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