miércoles, 1 de octubre de 2008

ficciondeotraestacion

NOTA: El siguiente texto no es en absoluto lo que en un principio intentó ser. Quizás allí radique su principal y probablemente única virtud.

l aire no deja circular en la ciudad. Los únicos que vencen la omnipresente dificultad son los que (siempre) están llegando tarde, (siempre) empujando y (siempre) despotricando contra quien se interponga en su camino. Los otros se limitan a caminar, levemente inclinados hacia adelante y con la cabeza gacha, peleando contra lahumedad, labajapresión y lacalor. El sol se prepara para lanzarse en picada hacia el horizonte, luego del gran esfuerzo que significó estar ahí arriba apuntalando el fatal aburrimiento de una tarde de lunes. El hastío del astro máximo se contagiaba a la gente que caminaba allí abajo. O quizás fuera al revés. En cualquier caso, la suma parecía resultar en un tufillo a podrido, que era precisamente como debían sentirse tanto el sol como esos animalitos vestidos que caminaban allá abajo.

Ella transitaba las veredas del centro con un andar melodioso. No parecía estar al tanto ni de los olores, ni de los aires, ni de las gentes que la rodeaban. Lejos de la indiferencia que podría suponérsele al verla, olerla y oírla, sencillamente estaba contenta. Eso le bastaba para escapar al Temible Tedio de la Tarde. No iba con la mirada perdida. Sus ojos brillaban indicando que buscaban algo. Se detenían de vez en cuando en algún peatón atolondrado, pero no se trataba de eso. Regalaba alguna que otra sonrisa cuando se topaba con ellos, pero apenas y pasaban de un decorado móvil en el escenario.

Allá estaban formaditas una al lado de la otra, esperándola. Comenzó la inspección con rigurosidad pero sin fruncir el ceño (al fin y al cabo era una de las cosas que más disfrutaba). La primera era amplia y luminosa. Le dedicó una amplia sonrisa y siguió satisfecha. Inmediatamente pasó a la segunda, escondida detrás de la anterior. Lucía triste y apagada, muy contagiada de los que pasaban por delante casi con desprecio. Se le acercó con mucho cuidado y se agachó para verla mejor. Corriéndose el pelo de la cara empezó a observar tan profundo como sus sentidos se lo permitían. Intuyó algo allá lejos, entró y lo encontró. Se alegró de comprobar que la segunda no estaba triste. Simplemente escondía aquello que más apreciaba detrás de esa fachada. Ella se alejó aliviada, como cada vez que se topaba con las que jugaban a aparentar.

Por más veces que volviera, no dejaba de resultarle reconfortante ir a visitarlas. Estaba convencida de que nadie les prestaba más atención que ella, al punto que en sus encuentros podía verse reflejada en cada una. A veces triste, aburrida, angustiada, melancólica y otras contenta, eufórica, divertida, inquieta. Cada vez que se encontraba en el reflejo todo quedaba atrás y caía invariablemente en el deleite de admirarse. Siempre encontraba algo dentro de ellas que podía llevarse y hacer propio con sólo entrar y pasar un tiempo allí. Si haber ido a su encuentro le había tomado horas, la vuelta a casa era cuestión de sedosos segundos.

Ya se había despedido de la última y cruzaba la calle, cuando un súbito ataque de curiosidad (valga la redundancia, ya que siempre ataca así) la hizo arrepentirse en medio del tráfico. Volvió sobre sus pasos disculpándose a medias con el conductor de una camioneta tan ancha como su dueño y siguió por la vereda en la que venía. Intuía que había una más, y que por alguna razón no quería encontrar. Dobló la esquina y estuvo a punto de gritar si no fuera porque el terror devino automáticamente en pánico y la paralizó por completo. Estaba completamente vacía. No le devolvía nada más que su reflejo, su cara entre la perplejidad y el miedo más inusitado. Se encontró sola en medio de toda esa gente que por supuesto no se percató de tan aberrante escena: ¡Una vidriera vacía en pleno centro de la ciudad!







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