miércoles, 1 de octubre de 2008

influjolunar

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staba desvelada de contenta. Se quedó apoyada de espaldas contra la puerta, con los ojos cerrados y la nuca asfixiando el ojo de buey. La tensión se iba diluyendo en el aire viciado del living, a esa altura de la noche insoportablemente lúgubre. Odiaba esas reuniones que él insistía en llamar "cenas de (sus) amigos". Tres parejas acababan de irse casi por debajo de la puerta; como naipes de una baraja trucha, tres reyes y tres reinas de corazones. Habían llegado tres horas antes cabalgando en abrazos y sonrisas; con un poco de comida, una buena dosis de alcohol y la consecuente catarata de habladurías bajas calorías. Al principio los toleraba, al principio el príncipe lo justificaba todo y apreciaba a los vasallos como buena princesa. Pero tenía claro que si algo caracteriza a todos los cuentos de hadas (y a los otros también) es que, perdices más, perdices menos, se terminan. Revoloteaba con la mirada por el lugar, repasaba cada rincón del departamento y no encontraba aquel destello de lo que le era propio. Las copas semivacías, las fotos pegadas en la pared como con un suspiro, el montón de discos tirados en el rincón próximo al sofá, el altísimo velador que vigilaba desde la esquina de la ventana, todo había dejado de ser un reflejo para montar un gigantesco álbum de recuerdos. No se inquietó al advertirlo, estaba tranquila sabiendo que la cosa venía germinando desde hacía varias semanas. Él estaba durmiendo en la pieza. Ya se había acostumbrado al zumbido del ventilador que velaba por sus sueños; los de ella, en cambio, los disipaba. Había pasado una noche más sin estallar, sin reventar de hastío ni tirar a nadie por el balcón ni clavarles un cuchillo. El desorden estaba bien, limpiaría por la mañana. Las estrellas la llamaban a través de la ventana entreabierta. Se asomó y respiró profundo hasta llenarse de fresco y de madrugada.

Exhaló y se encontró bajando la escalera de mármol, abriendo la pesada puerta de entrada y por último arrojándose a la calle. Su contento no acababa en haber sobrevivido a la última cena (la idea del nombre le dibujó una hienesca sonrisa en el rostro). El cuerpo le pedía sacudir esa sensación incipiente de dejarse ir de él y de aquéllos. Por más veces que le hubiera sucedido a esa altura de su vida, por más príncipes que hubieran pasado, la llegada a ese punto de quiebre siempre era redescubrir y asombrarse. Él no había sido distinto a otros: se habían tanteado y encontrado de todas las maneras que conocían, se habían hecho todos los juramentos de rigor, habían compartido todo lo que tenían para ofrecer. Estaba acostumbrada a esa forma rutinaria de estar con otro, la había asimilado como lo mejor que podía dar de sí. El amor que hace muchos años había definido como tal ahora era un absurdo de rosa lacrimógeno, como todo lo que decoraba aquella historia. En el medio había distancia geográfica, temporal, psicológica, de todos los colores y talles excepto de la que le hacía falta, la definitiva. Olvidar era un esfuerzo constante que había dejado de dolerle a fuerza de asimilar ese esfuerzo como la digestión y la siesta de los domingos.

Desvelada de contenta como estaba, cerró rápidamente ese capítulo de reflexiones y echó a andar por las angostas veredas del barrio. Esa noche todo estaba bañado en luna, desde las veredas hasta los desvencijados arbolitos, todo tenía un matiz plateado que hacía juego maravillosamente con la capa oscura y satinada del firmamento. Las estrellas le parecían incómodas al intentar repartirse la inmensidad de semejante manto. Cada segundo que pasaba con la mirada fija en el cielo aparecían más y más, motivo por el cual reanudó su marcha, tratando de no generar algún tipo de descalabro galáctico. El contento del final le había subido el pulso de manera imperceptible, al igual que el ritmo de sus pasos y su respiración. Se habían mudado juntos hacía algún tiempo; aún así sólo reconocía en aquel lugar lo que también podía apreciarse desde el balcón del primer piso de su casona. No le habían faltado oportunidades para salir y hacer un reconocimiento, pero las había trocado por una tarde tras otra de fumar apoyada sobre la baranda de madera. Imaginó entonces que esa había sido la espera, en algún recoveco suyo, que esa noche había llegado a su fin.

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